jueves, 14 de mayo de 2009

Tras la formación terciaria, universitaria, o la que sea, las personas están aún más interesadas en, con respecto a los saberes aprendidos, a actuar como cerrojos, impidiendo la difusión, transmisión de sus conocimientos para con el otro. Cuidando celosamente, como una propiedad intransferible, todo aquello que les permita posicionarse socialmente con un discurso exclusivo, un discurso de poder, delegado por ese saber aprendido (Bourdieu, Foucault, etc.). Y digo más aún porque la sociedad es la primera responsable en darla crédito a las opiniones de un “vaya a saber quien” que es abogado, médico, etc. que a la misma opinión dicha por un campesino que, reflexionando tan o más sesudamente que los “doctores”, llega a la misma conclusión.
Lo mismo suceda con la discapacidad. Los más autorizados a hablar de ella no son, precisamente los discapacitados, sino los considerados “normales” que, tras adquirir conocimientos clínicos con respecto a estos, tienen un discurso de poder que termina marginando aún más a los propios discapacitados. La mirada clínica trabaja sobre el déficit; déficit que hay que corregir, suprimir, intentando como meta la “normalización” del individuo. Y en este punto entra en juego la mezcla de impotencia y deseos de la familia de un chico discapacitado, intentando con todo el amor posible (llegado el caso) de revertir, suprimir, extirpar las causas que lo convierten en “distinto”.

“Si Dios permite que nazca un niño discapacitado es porque confía en la humanidad…”

Entonces “ellos” confían en nosotros… ¡Qué responsabilidad!
Entonces habrá que cambiar un poco los paradigmas, el verticalismo intelectual (yo sé porque estoy parado arriba de alguien que sabe menos, y así debe seguir…). Y será cuestión de que los encargados de trabajar con discapacitados, con la familia de éstos, con instituciones intermedias, con la sociedad toda, se conviertan no ya en cerrojos, sino en cadenas capaces de abrir eslabones para unir, interactuar, compartir, enriquecerse, dialogar, disentir, transmitir, crecer… El saber no pierde poder ya que permite transformar, desarrollar, integrar a ese “otro” que dejará de ser tan otro, logrando que los “normales” se extrañen a sí mismos, abandonando las posturas que, pese a querer integrar, marcan aún más al discapacitado como discapacitado.

Aprender de, con, por y para los alumnos. Aprender de los que “no pueden aprender”. Ser como cadenas que no aprisionan, sino que enlazan eslabones de aquí, de allá, de donde sea, porque lo que es innegable es que si uno puede, “ellos” pueden, y si “ellos” “pueden”, nosotros debemos bajarnos, borrarnos, para que todos vean que pueden…